miércoles, 5 de octubre de 2011

esto...

Estoy hablando con una mujer. Me cuenta que tiene el sueño de regentar, un buen día, un hotelito cerca de la costa. Entonces me doy cuenta de que, mientras está contándomelo, sus ojos se empañan y de que lo mismo ocurre con los míos. Es como si aquí no hubiese nada que reflejase lo que ocurre ahí. Y, cuando no hay nada que alcanzar, sólo queda una abertura total a los demás, un espacio abierto que acepta por igual todo lo que acontece. Es por esto por lo que, cuando sus ojos se empañan, también lo hacen los míos. ¿Hay acaso alguna diferencia?

Cuando no hay nadie, tampoco hay nada que lo bloquee. Y, cuando no hay “yo”, tampoco hay “tú” separado. Lo único que hay son voces, rostros, ojos empañados por las lágrimas. Lo único que hay es lo que está ocurriendo. El espacio se llena entonces con todo lo que ocurre. Es por esto por lo que, cuando esa mujer me cuenta su historia, me fundo con ella y yo también quiero regentar un hotelito cerca de la costa. Y ese deseo cala tan hondo en mi interior que conmueve mi corazón y rompo a llorar.

Estoy viendo la televisión. Un hombre que acaba de ganar mucho dinero en un programa dice que, por vez primera, podrá irse de vacaciones con su familia. Ríe, grita y llora de alegría… y también esto ríe, grita y llora de alegría. No hay nada que nos separe. ¡Qué contenta se pondrá mi familia cuando se entere!

En la televisión aparecen imágenes de una hambruna en África. Una niña somalí, toda piel y huesos, mira fijamente, desde sus ojos hundidos, a la cámara. Y, como nada se interpone en la visión de esa pobre niña, me fundo con ella. Y, cuando me veo a mí mismo, ella entra en mí y todo se cura.

Estoy en un tren y, sin motivo aparente, un hombre grande y calvo empieza a gritarme. Creo que está borracho. Tiene el rostro enrojecido por la ira y levanta los puños amenazadoramente. Yo soy ese hombre. Siento la ira, la violencia y, por debajo de todo, la ansiedad, el miedo y la contracción que acompañan toda sensación de identidad separada. Yo he sido ese hombre y ahora vuelvo a serlo. Y él es yo, que ha venido a encontrarse conmigo en la estación de Brighton a las 12 y 23.

Cuando la mujer deja de hablar del hotelito de sus sueños, las lágrimas se desvanecen. Ya no queda, de ellas, el menor rastro. Todo ha desaparecido y empieza un nuevo despliegue.

Cuando acaba el programa de televisión, cambio de canal y aparece la teletienda. La risa, la alegría, el dinero y la familia desaparecen entonces y me quedo fascinado con el número 176387. ¡Qué hermosos colores! Y, cuando me sumerjo en la teletienda no queda, del programa anterior, el menor rastro. Bien podría haber ocurrido hace un millón de años. Esto lo reemplaza todo.

Cuando suena el timbre, dejo atrás la imagen de la niña hambrienta. En la puerta está mi amigo. La niña hambrienta ha desaparecido y, en su lugar, ahora está mi amigo. Y lo más extraordinario es que esto es todo y, al mismo tiempo, no es nada. No es una cosa concreta. Una cosa se ve reemplazada por otra y no hay manera de saber lo que vendrá a continuación. El amigo reemplaza a la niña moribunda, el hermano sustituye al amigo, el dependiente deja atrás al hermano y el gato reemplaza al dependiente. Y todo ello emerge, de manera inocente, de lo Desconocido.

Me alejo del hombre enfadado y la ira se desvanece de inmediato. Es como si jamás hubiese estado ahí. Otra cosa ocupa entonces su lugar, luego otra y después otra más. Aquí hay espacio suficiente para todo. Alegría, ira, miedo, tristeza, risa, lágrimas, etcétera. Todo es aquí bienvenido.

No hay modo alguno de impedir el flujo de la vida. Aquí no hay nadie, sólo la experiencia pura, sin censura ni filtro alguno. De hecho, mal podríamos llamarla siquiera “experiencia”, porque no hay nadie que la experimente. Sólo hay esto sucediéndole a nadie. Nadie llora, nadie se enfada y nadie ve la televisión.

Pero esto no es un vacío. Es un espacio saturado de vida. Un espacio que se ve ocupado por la mujer que quiere dirigir un hotelito junto al mar, por la niña hambrienta y por mi amigo de pie ante la puerta. Tú proporcionas la solidez de la que yo carezco. La historia del tiempo y del espacio ha muerto aquí, pero tú la mantienes funcionando para mí. Aquí no hay nadie pero, cuando entras en escena, “aquí no hay nadie” se revela súbitamente –como todo concepto- falso.

¿Qué es lo que queda, cuando no estás aquí, para ser todo lo que es?

Lo único que queda, cuando el testigo se colapsa en lo testimoniado y la conciencia se funde con todos sus contenidos, es la fascinación profunda y completa ante todo lo que ocurre.

Jeff Foster

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