sábado, 12 de febrero de 2011

Génesis


Esta mañana, los ojos se han abierto y había un mundo. Encarnación. El espíritu se hizo carne. Había algo nuevo bajo el sol, algo que nadie había visto nunca antes y algo que nadie volvería a ver jamás. Un mundo brotó de Vacío y algo emergió de la nada. Entonces miré a mi alrededor. Había una habitación. Cortinas, un armario, una pila de libros y una cómoda a dos palmos del borde de la cama.

Había un mundo nuevo, un país ignoto, y nada en la historia del cosmos podría asemejársele.

¿Cómo era posible? ¿Cómo podría haber algo? ¿Algo?

El edredón cayó de la cama y apareció un cuerpo, el primer cuerpo, el primer hombre. Adán. Dos piernas, dos brazos y todo lo demás. ¡Un milagro!

¡Creación ex nihilo! Pero era un milagro dinámico, un milagro en movimiento. El cuerpo se levantó, fue a desayunar, lego se lavó en el lavabo y finalmente se

dirigió a la puerta. Nada podía detener el despliegue de ese milagro. El milagro lo era todo.

Fuera soplaba un viento tan frío que cortaba el cutis. El cuerpo subió entonces a un autobús. Es decir, yo subí a un autobús, pero aunque no había ni yo, ni autobús, ni cuerpo que pudiese subir a un autobús, yo subía a ese autobús. Y en el autobús siguió desplegándose el milagro. ¡Miré a mi alrededor y descubrí a otros semejantes a mí! Brazos, piernas, torsos y cabezas con rostros divertidos, algunos sonriendo, otros con la mirada perdida a lo lejos y otros que expresaban toda la tristeza del mundo. ¡Todos ellos eran mis hermanos y mis hermanas! Todos éramos el mismo y no había nada, absolutamente nada, que nos separase. Una sola familia bajo el sol unida por algo tan profundo que ni siquiera podíamos llegar a imaginar.

Todos éramos uno, lo que significa que, en ese autobús, no había nadie, absolutamente nadie. Pero era innegable que ahí estaban todos esos cuerpos.

Luego bajé del autobús y caminé por el centro de la ciudad, que palpitaba de humanidad. Las personas abarrotaban las tiendas, se arremolinaban en las paradas de autobús, charlaban animadamente en los bancos y tomaban café en vasitos de cartón decorados con logotipos de moda. Los amantes se abrazaban, los matrimonios discutían, los motores de los autobuses rugían y los niños jugaban al escondite.

¿Qué eran esas criaturas? ¿Y cómo era posible que esa mañana hubiese despertado como uno de ellos? ¿Qué había hecho para merecerlo? Entonces vi mi imagen reflejada en el escaparate de una tienda. ¡Qué auténtico milagro!

¡Qué milagro los brazos y las piernas, una apariencia que me distingue de los demás y, al mismo tiempo, me une para siempre a ellos…!

Y aunque todos estábamos cubiertos con ropa de invierno, sabía que el milagro era todavía más profundo. Bajo esas ropas que nos identifican como in- dividuos aparentemente separados, había cosas que nos unían. Cosas sucias, cosas vergonzosas y cosas secretas. Penes, vaginas, pechos, sudor, orina, sangre y pus. Cánceres, incontinencias, miembros mutilados, tumores y deformaciones. Y, por más que tratásemos de ocultar todas esas cosas, podía verlas a través de los disfraces, podía ver nuestra humanidad común, tan hermosa que resultaba casi imposible de soportar. Veía las mentiras, la medio mentiras y las medio verdades, veía los apoyos y las máscaras que utilizamos para ocultarnos a nosotros mismos y separarnos de los demás, y veía que todas esas cosas sólo servían para hacernos más humanos y poner claramente de relieve lo que más desesperadamente queremos ocultar. Sí, hoy veía todo eso, veía el núcleo de lo que significa ser humano y de lo que significa estar vivo.

Lo que vi no difería de lo que ven los ojos y lo que oí era lo mismo que escuchan los oídos. Y todo eso es tan evidente, tan dolorosamente obvio y tan manifiestamente presente que resulta milagroso que no lo advirtamos, todos nosotros en cualquier momento.

Así es, ese día no vi realmente nada porque no había absolutamente nada que ver.

Poco a poco fue oscureciendo. El cuerpo estaba cansado. Tenía hambre y sed. Cogí el autobús para volver a casa. El milagro perduraba, instante tras instante. Siempre el milagro.

Una llave en la cerradura. El interruptor de la luz se encendió y me quité los zapatos.

Hoy había vivido mi vida completamente, nada había quedado pendiente y no quedaba nada que hacer ni lugar alguno al que ir. Era de noche y estaba tumbado en la misma cama en la que esta mañana despertó el mundo. Quizá mañana aparezca un mundo. Lo cierto es que no lo sé. Por el momento, basta con esto. Este es el milagro.

Hoy he vivido toda mi vida, pero ya se ha desvanecido en la memoria y ha regresado al vacío del que salió.

Hoy he vivido toda mi vida y estoy tumbado bajo el edredón a punto de dormir, tan cómodo como lo estaba en el útero de mi madre. Estoy preparado para la muerte, el Útero de todos los Úteros.

Pero ahora dormiré y quizá mañana aparezca un nuevo mundo. Cierro los ojos y el mundo se disuelve.


Jeff Foster

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